Una ducha al atardecer puede ser más que una simple cuestión de higiene. Si la tomas como un ritual, se convierte en una poderosa práctica de conexión a tierra. Cuando el agua fluye por tu cuerpo y sientes conscientemente cada parte (hombros, cuello, espalda), es como un diálogo contigo mismo. El agua caliente relaja y el proceso de limpieza se vuelve simbólico: elimina no solo el polvo, sino también los pensamientos, el cansancio y la tensión. En ese momento, puedes simplemente quedarte de pie, tomarte tu tiempo, observar cómo sube el vapor, sentir cómo tu cuerpo se vuelve más ligero. Es especialmente útil terminar el día así, cuando parece que tu energía se ha disipado. Una ducha te devuelve a tu centro. Y no importa lo difícil que haya sido el día: unos minutos bajo el agua pueden cambiar el tono de tus sentimientos. En un mundo de hombres, donde estamos acostumbrados a “aguantar”, un momento así es un espacio donde puedes relajarte sin explicaciones. Es solo agua. Y ella siempre está ahí.

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